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Octubre 2010
Octubre 2010

Cribado de cáncer: ¿evidencia o política?

Sergio Minué Lorenzo

Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria. Profesor de la Escuela Andaluza de Salud Pública. Granada

Sergio Minué Lorenzo

Especialista en Medicina Familiar y Comunitaria. Profesor de la Escuela Andaluza de Salud Pública. Granada

«Somos normales porque no se nos hacen suficientes pruebas»
Petr Skrabanek

Pocas intervenciones sanitarias gozan de tanto crédito como las preventivas, propuestas por todas las formaciones políti­cas en sus programas electorales. Socialmente, la valoración respecto al cribado raya con el entusiasmo en determinados entornos: en un trabajo1 sobre una muestra de 5.000 adul­tos americanos, el 87% consideraba que los cribados sistemá­ticos de cáncer son siempre una buena idea, más de dos tercios afirmaban que era una conducta irresponsable no someterse a ellos, y el 73% prefería recibir un TC total body (para rastrear posibles tumores incipientes) a 1.000 dólares en efectivo. Sería interesante conocer la opinión al respecto en nuestro medio, pero al menos dos de las ideas fuerza del estudio podrían ser extrapolables: la idea de que el cribado es siempre bueno, y la de que someterse a cribados debería ser una obligación, tanto para el paciente (que puede ser tildado de irresponsable si no lo sigue), como para el médico (que puede ser considerado sos­pechoso si no aplica fielmente las normas de sus consejerías).

Sin embargo, «todos los programas de cribado producen daños; sólo algunos también aportan beneficios, y de éstos sólo unos pocos generan más beneficios que daños a un coste razonable»2. Por lo tanto, ni es cierto que siempre «prevenir es mejor que curar» (el paciente que acaba con impotencia tras una intervención posterior al hallazgo de un falso positivo en la determinación del PSA [antígeno prostático específico] es un ejemplo de ello), ni tampoco lo es el tópico de que «la preven­ción ahorre costes al sistema» (lo que depende de la frecuencia de cribado recomendado y del nivel de riesgo de cáncer en la población susceptible de recibirlo)3.

Las campañas de márketing de una prueba de cribado suelen comenzar con la «demostración de la evidencia» de la eficacia de la intervención. Pero ésta debería ser condición necesaria, pero no suficiente, para decidir su uso de forma generalizada. En este sentido, conviene tener en cuenta otros factores, igualmente importantes, tanto si el ámbito de reflexión es poblacional, como si hace referencia a un paciente concreto. Trabajos como el de Bonis [AMF 2010;6(9):480­-486] incluido en este número, permiten construir una opinión fundamentada al respecto.

Desde el punto de vista poblacional, es necesario considerar las características de la población objeto de estudio, a la hora de establecer la validez que puede tener en otro contexto. La eficacia de una prueba de cribado en un determinado grupo de pacientes (p. ej., la realización de sigmoidoscopias flexibles en el cribado de cáncer de colon), no implica que dicha prueba sea efectiva en población general no voluntaria (para cuyo cono­cimiento al menos debería esperarse al resultado de evaluación de la prueba en esta última4).

Toda actividad sanitaria supone un coste. En escenarios como el actual, de crisis económica profunda y mantenida, op­tar por introducir intervenciones de cribado poblacional tiene un coste de oportunidad evidente (el resto de intervenciones que podrían realizarse con esos recursos). Cuando en los países con esperanzas de vida ya de por sí muy altas, el 90% de los hombres mayores de 50 años tienen riesgo vascular alto, si aplicamos las recomendaciones de las guías europeas al res­pecto5, no es descabellado pensar que tal vez el entusiasmo por la prevención esté llegando demasiado lejos. En este esce­nario, seguir priorizando procedimientos de cribado de efec­tividad aún por demostrar, en lugar de atender a otros pro­blemas sanitarios urgentes, puede ser bastante discutible. Máxime cuando los costes directos debidos a falsos positivos pueden contribuir de forma sustancial a los gastos de un siste­ma sanitario (al menos en Estados Unidos6), y cuando el sobre­diagnóstico es mucho mayor del que se reconoce en los pro­gramas de cribado (hasta un tercio de los cánceres de mama detectados, según Goetzsche).

No conviene tampoco ignorar que las variaciones en morta­lidad por cáncer a lo largo de los años no siempre se deben a programas de cribado. Por ejemplo, la disponibilidad de criba­do por mamografía en Noruega fue asociada a una reducción de la tasa de muerte por cáncer de mama, pero el cribado era responsable únicamente de un tercio de la reducción total de la mortalidad7.

En el otro ámbito de análisis, el de las decisiones que se to­man en una consulta de atención primaria (AP), la cuestión del cribado no es tampoco tarea sencilla. El beneficio neto de todo tratamiento médico es una función continua de tres factores8: el riesgo de mortalidad o morbilidad existente si no se trata la condición, la reducción del riesgo relativo debida al tratamien­to, y el riesgo que éste tiene de producir daño. Si el riesgo de no tratar es muy bajo (o si la esperanza de vida está ya limita­da), los efectos adversos de la intervención predominan.

Y en este complejo contexto, la forma en que se dé la infor­mación es determinante: no es lo mismo decirle a un hombre de 55 años que el cribado de cáncer de colon reduce el riesgo re­lativo de morir por esa enfermedad en un 18%, que comentar­le que la probabilidad que tiene de no morir por cáncer de co­lon es del 99,34%, si no se somete al cribado, y del 99,2% si lo hace, como señalaba Getz en 2003. Si además se le informa de las molestias inherentes a la prueba, de la posibilidad de que el resultado obtenido sea un falso positivo (con la inevitable ge­neración de nuevos procedimientos diagnósticos y tal vez tera­péuticos) o un falso negativo (con la engañosa tranquilidad que esto genera), el entusiasmo por el cribado tal vez se atempere.

Esta necesidad de realizar una verdadera «medicina indi­vidualizada» a cada uno de los pacientes en las atestadas con­sultas de AP es poco compatible con las tendencias en boga a sistematizar los procesos de atención, como si la atención médica fuera una cadena de montaje de frigoríficos. Asimis­mo, para que el mensaje de participación de los pacientes no sea papel mojado, y dado que la decisión última sobre si los riesgos de un cribado superan a sus beneficios es, en defini­tiva, un juicio de valor, no estaría de más que los pacientes pudieran opinar sobre la decisión tras ser adecuadamente in­formados.

La tendencia a generar demanda sobre cribado de cáncer posiblemente será cada vez mayor. Existe un sector tecnológi­co sumamente interesado en generar demanda para sus pro­ductos preventivos, una opinión pública muy receptiva a las bondades del cribado (alimentada por los supuestos avances científicos que difunden los medios de comunicación), y unas fuerzas políticas dispuestas a satisfacer las expectativas de sus potenciales votantes casi a cualquier precio. De la misma for­ma que las aseguradoras privadas se diferencian como «opción de calidad» respecto al «seguro» por el abanico de cribados que ofrecen, también para un partido político puede ser un factor de diferenciación muy tentador ofertar intervenciones pre­ventivas, al margen de la evidencia sobre su efectividad.

Nunca fue fácil manejar complejidades, y se precisa de una buena dosis de paciencia, conocimiento, y capacidad de comu­nicación para hacer llegar a los pacientes la información sobre los pros y contras de las intervenciones preventivas. Pero a la vez representa una función esencial, no sólo de cara a un jui­cioso uso de recursos públicos, sino también para realizar una adecuada prevención cuaternaria que proteja a los pacientes del propio sistema. Los profesionales y sus sociedades científi­cas tienen evidentes intereses en la promoción de determina­dos cribados. También la tienen las administraciones sanitarias, obligadas a demostrar las utilidades de las recomendaciones que fomentan. Se necesita cada vez más hacer explícitos los intereses de cada parte, y debatir no sólo sobre las «eviden­cias», sino también respecto a la necesidad y oportunidad de estos programas.

El médico de familia debería tener un papel imprescindi­ble en este debate. No por el hecho de que no tenga también sus propios intereses (que los tiene), sino porque está en la mejor posición para presentar, ante el paciente y la sociedad, ese «abanico de alternativas» a la hora de tomar decisiones. Reivindicar ese papel para la medicina de familia supone un esfuerzo añadido de demostración de la competencia pro­fesional. Pero, además, precisa de un enfoque profesional autónomo, al margen de las organizaciones para las que trabaje, tanto para el debate en clave poblacional, como para la atención a cada paciente.


BIBLIOGRAFÍA

  1. Schwartz LM, Woloshin S, Fowler FJ, Welch HG. Enthusiasm for cancer screening in the United States. JAMA. 2004;291:71­-8.
  2. Muir Gray JA, Patrick J, Blanks RG. Maximising benefit and minimising harm of screening. BMJ. 2008;336:480-­3.
  3. Cohen JT, Neumann PJ, Weinstein MC. Does preventive care save money? Health economics and the presidential candidates. N Engl J Med. 2009; 358:661­-3.
  4. Bretthauer M. Which tool is best for colorrectal cancer screening? BMJ. 2010;340:c2831.
  5. Getz L, Kirkengen AL, Hetlevik I, Romundstad S, Sigurdsson JA. Ethical dilemmas arising from implementation of the European guidelines on cardiovascular disease prevention in clinical practice. Scan J Prim Health Care. 2004;22:202­-8.
  6. Chubak J, Boudreau DM, Fishman PA, Elmore JG. Cost of breast­related care in the year following false positive screening mammograms. Med Care. 2010;48:815-­20.
  7. Kalager M, Zelen M, Langmark F, Adami HO. Effect of screening mamo­graphy on breast­cancer mortality in Norway. N Engl J Med. 2010;363: 1203­-10.
  8. Quanstrum KH, Haywrad RA. Lessons from the Mamography Wars. N Engl J Med. 2010;363:1076­-79.

AMF 2010; 6(9); ; ISSN (Papel): 1699-9029 I ISSN (Internet): 1885-2521

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